Artículo de Antonio Fuentes
Le conocí siendo él un renacuajo. Me acuerdo que empezó a montar y a
competir en bicicleta cuando no tenía edad. En esas primeras carreras de
niño, compitiendo con chicos mucho mayores que él, ya empezó a llamar
la atención.
El niño se fue haciendo mayor y demostrando que tenía talento para el
ciclismo. Lo fue ganando todo en las distintas categorías y era fijo en
la selección nacional. Tal era su poderío en la bicicleta que
terminaría consiguiendo algo único para un chico de la zona en las
últimas décadas.
Recuerdo que, al principio, le seguía desde la distancia pensando lo
mismo que se me viene a la cabeza cada vez que escucho: “este chaval va a
llegar muy alto, es buenísimo”. Esperaba que un día mi madre me dijera:
“por lo visto lo ha dejado, porque no ha tenido suerte, no ha
encontrado padrino…”, esos tópicos que repiten los padres de los falsos
niños prodigio sin capacidad de sacrificio y, muchas veces, sin ese
talento que sus papás creen ver en él. Más aún tratándose de un deporte
como el ciclismo, en el que cuando te haces hombre todo puede cambiar.
Pero no ocurrió. Nunca llegó ese lamento
desde el pueblo vecino. Es más, cada vez los halagos eran más y los
resultados mejores. Empecé a seguirlo de cerca. Me contaba lo que tenía
sufrir para luchar por llegar al profesionalismo: días enteros sin
moverse del sofá tras entrenar, comidas limitadísimas, meses sin poder
salir por la noche, cuerpo sin defensas por la puesta a punto… Todo eso
sin saber sin algún día llegaría a la cima. Hoy en día sigo pensando que
no merece la pena. Claro, que lo hago porque no nací con el espíritu de
luchador de él.
Tras una entrevista que le publiqué en el Diario Sur, en verano de
2010, quedamos en que me llamaría si se confirmaba lo que habíamos
hablado off the record. El lunes 18 de octubre de ese año me llamó para
decirme: “Antonio, acabo de hablar con mi director y el año que viene
paso a profesionales”. Tal cual. El niño lo había conseguido.
Dos años estuvo en el campo profesional. Muy marcado en mi memoria
quedará para siempre ese final de etapa de la Vuelta a Turquía en la que
cogió la escapada buena, esa aventura en la Clásica de San Sebastián
con los mejores del mundo, o aquella Vuelta a Chile en la que fue el
mejor de su equipo. Pero, por encima de todos esos recuerdos, siempre me
quedará el día que me tumbé en el sofá para ver el Campeonato de España
de fondo en carretera (creo que era en Salamanca). De nuevo, era el más
fuerte de su equipo. Así lo demostró tirando del grupo buscando echar
abajo las fugas. En uno de esos arreones -me contó luego-, miró hacia
atrás y solo le siguieron tres ciclistas del grupo.
Pero su papel, como siempre, no era el de protagonista. Él debía
trabajar para el compañero. Como le pasó varias veces, se plegó a las
órdenes de equipo. Le faltó egoísmo y le sobró corazón. Quizás porque
siempre tuvo claro que no vale triunfar de cualquier manera. “Ya llegará
el día en que trabajen para mí”, pensaba. Pero no llegó. Dos temporada
entre los grandes y el equipo desapareció porque no había
patrocinadores.
Dos años en los que supo dónde quería llegar y cómo lo iba a hacer.
Hablamos horas y horas de ciclismo. Nunca lo hicimos explícitamente de
dopaje. No hacía falta. Sólo me decía: “Yo no voy a cruzar la línea
nunca. Donde llegue mi cuerpo, ahí estaré”. Sí, también han existido
ciclistas así. Ni trampas ni desobedecer al que te paga. Honestidad.
Sin equipo profesional en el que correr, pasó un año con más pena que
gloria en el campo amateur buscando una salida a su futuro laboral o,
lo que era lo mismo, a su vida. Un día me soltó una frase que me llegó
al alma: “He pasado en unos meses de firmar autógrafos a llenarme el
bidón en la fuente del pueblo”. Se apagaron los focos, el glamour, las
entrevistas, los falsos amigos…
Siempre tuve la esperanza de que tras un año algo cambiara, pero la
realidad del ciclismo manda. No hay huecos ni dinero y, menos, sin hacer
trampas. El último día que pasé en España el pasado mes me encontré a
su tío (que suerte tiene de contar con esa familia). Me dijo lo que
nunca quise escuchar: “ha colgado la bici y dice que es para siempre,
radical”.
Dos horas después me fui a verlo a su nuevo trabajo. Le han
contratado en una tienda de bicicletas en un pueblo cerca de casa. Me
esperaba encontrar a un tipo roto, medio gordo y borde. El típico ex
deportista profesional hundido.
Me lo encontré más delgado, más simpático y con más ganas de vivir
que nunca. Se había esfumado su sueño con 24 años pero era el mismo. Y
no sé por qué lo envidio más si por ese don de sacrificio que nunca tuve
o por esa fuerza para superar un trago tan amargo.
El niño prodigio de la bici, no ha necesitado ganar el Tour para
ganarme a mí. Seguro que, limpio en la tienda, está tu conciencia más
tranquila que sucio en el pelotón. Te podrías llamar Lance y presumir de
trofeos, pero te llamas Eloy y presumes de principios. Aquel periodista
que se emocionaba ayer con tus gestas sobre la bici, se emociona hoy
sabiendo que tiene un amigo íntegro, un tipo de verdad.
Has dado un ejemplo, en la bici y en la vida.
No cambies.
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